Vos ibas con la valijita de extracciones de asilo de ancianos en asilo de ancianos, de departamento roñoso a departamento roñoso, de tipo que te abre la puerta a lo Sandro – en bata roja y en pelotas – a tipo que te abre la puerta a lo Sandro y la “novia” al lado diciendo que te estaban esperando.
Tenías muy claro lo que ibas a hacer: sos extraccioncita de sangre a domicilio. Te clavaste el curso de la Cruz Roja y te abriste un lugar a los codazos entre guardias pedorras en sanatorios más pedorros todavía pero con reproducciones de Modigliani en los pasillos, maquinitas de café con monedas y recepcionistas de amplia sonrisa y pollera cortita.
En eso estabas - cuando digo “en eso” quiero decir corriendo de acá para allá trepada a los colectivos, con la planilla que te mandaba logística la noche anterior que mientras leías cagada de sueño, como en un bingo bizarro te cantabas los números de bondi que te tenias que tomar. La planilla te la mandaban a las 11 de la noche y el primer paciente con olor a rancio y pis te esperaba a las 6 de la mañana. No sos Bernie pero ya te le parecías bastante, sobre todo por tener los huevos por el suelo.
Habías trabado cierto reconocimiento con algunos pacientes que considerabas tuyos, esos señores de Belgrano que te ofrecían algun café en invierno o un vaso de algo fresco en verano; algunos hasta te daban propinas y todo. Te cruzabas con gente que vivía relativamente bien pero también veías mucha soledad, mucho abuelo abandono en los geriátricos.
El asilo de ancianos que más gracia te causaba era uno donde la dueña al abrirte la puerta apenas te saludaba y te tenía esperando un rato hasta que el abuelo de turno estaba listo para recibirte. En ese ratito llegaban los masajistas y terapistas físicos a hacerle rehabilitación a los viejitos y la escuchabas saludar con entusiasmo “hola mi rey”, “pasá mi príncipe”, “ya te hago pasar primor”. Esa mujer no podía parar de mover el culo avanzando por los pasillos envuelta en una lucha feroz contra los tacos altos y el piso vinílico con una nube de perfume a su alrededor, una imitación de un Kenzo pedorro que hacía que se adivinara cuando estaba revoloteando cerca.
Decía…en eso estabas cuando te patinaste bajo la lluvia incesante y te cagaste de un golpe en plena calle. Se te desparramaron los tubos de ensayo al recarajo y encima te embarraste hasta las tetas. Juntaste las cosas como pudiste, puteaste a disoymariasantísima pero seguiste haciendo tu laburo. Al día siguiente te tomaste un ibualgo y te fuiste otra vez con la puta valijita a jugar al vampiro moderno. Así quedaste.
Te tocó estar en reposo por como 30 días y hacer la rehabilitación de un esguince. Y ahí fuiste con un rosario de insultos en la punta de la lengua a medio gritar, medio resignada, medio aburrida pero contenta de que te ibas a tomar unos días sin goce de sueldo a la fuerza, pero le pusiste onda.
Te bajaste unos mandalas, le afanaste la caja de acuarelables a una de tus hijas, y te leiste 40 libros de autoayuda. Te pusiste un fondo de música de mar - que después de varios dias hacia suponer que se venia un tsunami - y no sé que carajos más de música india, que sonaba por toda la casa y hacia que hasta el gato te mirase con pavura. Hablaste por teléfono interminables horas con todo el mundo y según tus hijos rompiste las caramañolas que dio calambre. Tenías razón, no te merecías romperte una pata así. “Así” es tan boludamente.
El tema es que te fuiste a hacer la rehabilitación. Te tocaba siempre el mismo terapista, un morocho con muy buena onda que de a poco se fue relajando, te saludaba amablemente y cada vez con más efusividad cuando llegabas. Te decía “a ver mi cosita, ponga la patita acá arriba – señalando un banquito - ya llegará al hombro algún día, venga venga mi reina” y cositas así por el estilo lo que te llevaron a sonríele con ganitas y dejarte sobar la pata un rato más de lo recomendado.
Entre mandalas, esa música de mierda, colgada al teléfono y el morocho de piropo dulce y manos ágiles se te pasaron las sesiones de onda corta; que a esta altura de las circunstancias de corta tenía poco y nada.
Una tarde hablando boludeces el morochazo precioso te preguntó que onda vos, familia y esas cosas. Le contaste un poco de tu vida, que eras separada, que tenías 4 pibes: dos nenas y dos varoncitos. Las chicas van a la universidad y estudian mucho y laburan un poco como para sus gastitos, 2 varones adolescentes que te sacan canas verdes pero que adorás y les tenés fe que ya se les va a pasar la edad del pavo. Divorciada hace una bocha de años, pasaste los cuarenta y tenés dos laburos. En uno de ellos te levantas a las 5 AM y en el otro te toca laburar los fines de semana.
Hasta ahí todo bien. Lo que no termino de entender es en qué momento te jodiste por boluda, porque el tipo pasó de un “hola mi reina, dame la patita” a un “chau señora” desde la puerta y con la campera puesta dejando una estela en su carrera emulando al correcaminos.